martes, 24 de mayo de 2011

JULIA KRISTEVA - VIDA Y MUERTE DE LA PALABRA.

("Soleil Noir. Dépression et mélancolie" Editions Gallimard, 1987. Trad: Rodrigo Gómez M.)


                                                                         II
                                                                                 
                                                   Vida y muerte de la palabra

   Recordemos la palabra del deprimido: repetitiva y monótona. En la imposibilidad de encadenar, la frase se interrumpe, se debilita, se detiene. Los sintagmas mismos no llegan a formularse. Un ritmo repetitivo, una melodía monótona, llegan a dominar a las secuencias lógicas quebradas, y las transforma en letanías recurrentes, obsecuentes. Así, mientras esta musicalidad escasa se agota en el transcurso, o simplemente no logra instalarse al forcejear contra el silencio, la melancolía parece suspender, junto con la pronunciación, toda ideación, sumergida en el blanco de la asimbolia, o en el desbordamiento de un caos ideatorio imposible de ordenar.

El encadenamiento roto: una hipótesis biológica

   Esta tristeza inconsolable oculta frecuentemente una verdadera predisposición a la desesperanza. Puede ser en parte biológica: la rapidez o la lentitud demasiado grandes de los flujos nerviosos, dependen indudablemente de ciertas sustancias químicas, contenidas en distinta medida por cada individuo(1).
   El discurso médico observa que la sucesión de emociones, movimientos, actos o palabras, considerados como normales poque son estadísticamente prevalescientes, se encuentran obstruídos en la depresión: el rítmo del comportamiento global está roto, acto y secuencia no tienen ni tiempo ni lugar para efectuarse. Si el estado no depresivo tiene la capacidad de encadenar (de "concatenar"), el depresivo, al contrario, atado a su pesar, ya no encadena y, en consecuencia, no actúa ni habla.(Pp.43-46).

[...]

El salto psicoanalítico: encadenar y transponer

   Desde el punto de vista del analista, la posibilidad de encadenar los significantes (palabras o actos), parece depender de un duelo resuelto frente a un objeto arcaico e indispensable, como también de las emociones que se le vinculan. Duelo de la Cosa* , esta posibilidad proviene de la transposición más allá de la pérdida y, en un registro imaginario o simbólico, de las huellas de una interacción con el otro, articulándose según un cierto orden.
   Derivadas del objeto originario, las marcas semióticas se ordenan al comienzo en series, según los procesos primarios (desplazamiento y condensación), luego en sintagmas y en frases, según los procesos secundarios de la gramática y de la lógica. Todas las ciencias del lenguaje están de acuerdo hoy en día en reconocer que el discurso es diálogo: que su ordenamiento, tanto rítmico e intencional, como sintáctico, necesita de dos interlocutores para realizarse. Habría que agregar, sin embargo, a esta condición fundamental que sugiere ya la necesaria separación entre un sujeto y otro, el hecho de que las secuencias verbales no se producen más que a condición de substituir a un objeto originario, más o menos simbiótico, en una trans-posición, que es una verdadera re-constitución, la cual da retroactivamente forma y sentido al espejismo de la Cosa* originaria. El movimiento decisivo de la transposición comprende dos vertientes: el duelo cabal del objeto (y a su sombra, el duelo de la Cosa arcaica), y la adhesión del sujeto a un registro de signos (significantes del objeto, gracias a su ausencia precisamente), que sólo así son susceptibles de ser ordenados en series. Se hallará un testimonio en el aprendizaje del lenguaje en el niño, errante intrépido, que sale de su cama para reencontrar a su madre en el reino de las representaciones. El depresivo constituye otro testimonio, pero a la inversa, ya que renuncia a significar y se sumerge en el dolor o el espasmo de las lágrimas, que conmemoran los reencuentros con la Cosa*.
   Trans-poner, en griego métaphorein: transportar - el lenguaje es en principio una traducción, pero en un registro heterogéneo a aquel donde se produce la pérdida afectiva, el renunciamiento, la ruptura. Si yo no consiento en perder a mamá, no podré ni imaginarla ni nombrarla. El niño psicótico conoce este drama: es un traductor incapaz, ignora la metáfora. El discurso depresivo, mientras tanto, es la superficie "normal" de un riesgo psicótico: la tristeza que nos sumerge, la ralentización que nos paraliza son, por tanto, una defensa -a veces la última- contra la locura. (Pp. 52-53).

NOTAS:
(1) Recordemos el progreso de la farmacología en este sentido: el descubrimiento en 1952, por Delaye y Deniker, de la acción de los neurolépticos sobre los estados de excitación; el empleo en 1957, por Kuhn y Kline de los primeros antidepresivos mayores; el dominio, a comienzo de los años 60, por Schou en la utilización de sales de litio.
* N. del T.: Chose (Cosa) en el original, palabra con la que se designa y distingue a la Cosa ("das Ding") freudiana, el Otro absoluto, de cualquier objeto (objet) sustitutivo en la serie significante.

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