Traducción: Sandra Baquedano Jer
Primera edición, FCE Chile, 2011
© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Santiago, Chile
VII.
APOLOGÍA DEL SUICIDIO
El hombre lisa y llanamente quiere la vida. La quiere de un modo consciente y por un (inconsciente) impulso demoníaco. Recién en segundo lugar la quiere de una determinada forma. Pues bien, prescindiendo de los santos (de los santos brahamanes indios, budistas, cristianos y sabios filósofos, como lo fue Spinoza), cada cual espera que el soplo divino lo lleve de flor en flor, tal como a la mariposa la transportan sus alas; en esto consiste la habitual confianza en la bondad de Dios.
Puesto que la experiencia instruye incluso al más imbécil sobre el soplo divino, el cual no es sólo un suave céfiro, sino también un frío viento glacial del norte o una temible tormenta que puede aniquilar a la flor y a la mariposa; así, junto a la confianza se instala el temor de Dios.
Imaginémonos a un ser humano de tipo corriente, quien, recién reconfortado por un diligente sacerdote, saliera de la iglesia y dijera: “Confío en Dios, estoy en sus manos, él lo hará bien”. Si pudiéramos abrir el doblez más recóndito de su corazón, nos daríamos cuenta de que, con este dicho lleno de confianza, en verdad quería expresar: “Mi Dios me salvará de la perdición y la decadencia”. Él teme desdicha y muerte; sobre todo, una muerte repentina.
¿Confía este hombre en Dios? Él confía en temor. Su confianza no es nada más que temor de Dios en los andrajos del ropaje de la confianza: el temor mira a través de miles de huecos y roturas.
He señalado, en primer lugar, que cada cosa en el universo es inconscientemente voluntad de morir. Esta voluntad de morir está, sobre todo en el ser humano, oculta en su totalidad por la voluntad de vivir, porque la vida es medio para la muerte y como tal se le presenta también claramente al más imbécil: morimos sin cesar, nuestra vida es una lenta agonía, diariamente gana la muerte en poderío frente a cada ser humano hasta que, finalmente, apaga de un soplo la luz de la vida de cada cual.
¿Pues, en buenas cuentas, sería posible un orden tal de las cosas, si el ser humano, en el fondo, en el núcleo de su esencia, no quisiera la muerte? El bruto quiere la vida como medio excelente para la muerte, el sabio quiere directamente la muerte.
Por consiguiente, sólo se ha de tener en cuenta que en lo más interno del núcleo de nuestra esencia queremos la muerte; es decir, sólo se ha de quitar el velo sobre nuestra esencia y, en el acto, aparece el amor por la muerte, esto es, la total incontestabilidad en vida o la bien aventurada y magnífica confianza en Dios.
Este desvelamiento de nuestra esencia es apoyado por una clara mirada hacia el universo, la cual encuentra, en todos lados, la gran verdad:
- que la vida es esencialmente desdicha y que se ha de privilegiar el no ser frente a ella;
luego, por resultado de la especulación:
- que todo lo que es estaba antes del universo en Dios, dicho como metáfora, ha participado en la resolución de Dios de no ser y en la elección del medio para este objetivo.
De ello resulta:
- que nada en la vida me puede afectar, ni bien ni mal, que yo no haya elegido con toda libertad antes del universo.
Por consiguiente, una mano ajena no ocasiona absolutamente nada en mi vida de forma directa, sino sólo de modo indirecto; la mano ajena sólo ejecuta lo que yo mismo he elegido como provechoso para mí.
Si aplico ahora este principio a todo lo que me afecta en la vida, felicidad y desdicha, dolor y voluptuosidad, placer y desgana, enfermedad y salud, vida o muerte, y si he comprendido el asunto de forma clara y distinta, y mi corazón ha abrazado con fervor la idea de la redención, entonces tengo que aceptar todos los sucesos de la vida con un semblante risueño y afrontar todos los posibles acontecimientos venideros con absoluta tranquilidad y serenidad.
Philosopher, c`est appredre à mourir: este es el quid de la sabiduría.
Quien no le teme a la muerte, penetra a una casa envuelta en llamas; quien no le teme a la muerte, salta sin vacilar a una desenfrenada riada; quien no le teme a la muerte, irrumpe en una tupida lluvia de balas; quien no le teme a la muerte, emprende desarmado la lucha contra miles de titanes acorazados; -en una palabra- quien no le teme a la muerte, es el único que puede hacer algo por los demás, desangrarse por los otros, y tiene, al mismo tiempo, la única felicidad, el único bien deseable en este mundo: la auténtica paz del corazón.
Pero quien no sea capaz de soportar más el peso de la vida, debe desecharlo. Quien no pueda soportar más en el salón del carnaval del mundo o, como dice Jean Paul, en el gran cuarto de servicio del mundo, que salga por la puerta “siempre abierta” a la silenciosa noche.
Con qué facilidad cae la piedra de la mano sobre la tumba del suicida y qué difícil fue en cambio la lucha del pobre hombre que ha sabido preparar tan bien su lecho de muerte. Primero, lanzó una temerosa mirada desde lejos hacia la muerte y se apartó con espanto, luego la esquivó, tiritando, rodeándola en amplios círculos que, sin embargo, cada día se volvieron más pequeños y estrechos hasta que, al final, estrechó con sus cansados brazos el cuello de la muerte y la miró a los ojos: y ahí había paz, dulce paz.
(…)
(Pp. 125-129)
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FUENTE:
El hombre lisa y llanamente quiere la vida… (II 248, siguientes)
Pero quien no sea capaz de soportar más el peso de la vida… (I 349)
Hola, quisiera saber si tienes el texto completo en pdf, para poder leerlo completo.
ResponderEliminarUn saludo y muchas gracias.