sábado, 12 de noviembre de 2011

Philipp Mainländer – Filosofía de la redención. I- Sobre el origen del universo.



Traducción: Sandra Baquedano Jer

Primera edición, FCE Chile, 2011

© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Santiago, Chile

                                                                   I

                                   SOBRE EL ORIGEN DEL UNIVERSO

Tenemos sólo un milagro: el surgimiento del universo. Mas el universo mismo no es milagroso, como ninguno de sus fenómenos. Tampoco contradice acción alguna en el universo las leyes del pensamiento.
   Desde el campo inmanente de este universo no podemos ir más allá de la multiplicidad. Como investigadores rectos que somos, ni siquiera en el pasado se puede destruir la multiplicidad, teniendo que permanecer, al menos, en la dualidad lógica.
   Sin embargo, la razón no desiste, haciendo hincapié reiteradamente sobre la necesidad de una unidad simple. Su argumento se basa en que para ella todas las fuerzas que nosotros consideramos de manera separada, como fuerzas serían en el fondo idénticas por los motivos más profundos y, por lo mismo no deberían ser separadas.
   ¿Qué se ha de hacer con este dilema? Lo claro es que la verdad no debe ser negada y el campo inmanente debe ser conservado en su completa pureza. Existe sólo una salida. Nosotros nos encontramos ya en el pasado. Por lo tanto, dejemos confluir ahora las últimas fuerzas hacia el campo trascendente, las cuales no podíamos tocar, si no queríamos transformarnos en seres quiméricos. Esto es un campo pasado, acabado, decadente, y con él es también la unidad simple algo pasado y decadente.
   Al haber fundido la multiplicidad en una unidad, hemos destruido ante todo la fuerza, pues esta sólo tiene validez y significado en el campo inmanente, en el universo. De esto se desprende que no podamos formarnos representación alguna de la esencia de la unidad precósmica, ni menos una noción de ella. No obstante, cuando la presentamos, sucesivamente, todas las funciones y formas apriorísticas y todas las conexiones asimiladas por nuestro espíritu de un modo a posteriori, queda claro que esta unidad precósmica es totalmente incognoscible. Esta es la cabeza de Medusa frente a la cual todos se entumecen.
   En primer lugar, fallan los sentidos al servicio, pues estos pueden reaccionar ante la acción de una fuerza, y la unidad no actúa como tal. Luego, el entendimiento se queda completamente inactivo. En el fondo, unicamente aquí tiene completa validez el dicho: el entendimiento se paraliza. No es capaz de aplicar su ley de causalidad –puesto que no existe una sensación- como tampoco puede utilizar sus formas –espacio y materia-, pues falta un contenido para dichas formas. Luego, se desploma la razón. ¿Qué debe componerla? ¿Para qué le sirve la síntesis? ¿Para qué le sirve su forma, el presente, que carece de un punto de movimiento real? ¿De qué le sirve a la razón el tiempo, el cual, para llegar a ser realmente algo necesita de la sucesión real como soporte? ¿Qué puede iniciar la razón con la causalidad general en relación a la unidad simple, cuya tarea es asociar como efecto la acción de una cosa en sí –en cuanto causa- con la influencia que ejerce sobre otra? ¿Puede ahí la razón utilizar el importante vínculo comunitario, donde no está presente una confluencia simultánea de fuerzas distintas –una conexión dinámica-, sino donde una unidad simple centra la atención en los ojos insondables de la esfinge? ¿De qué sirve finalmente la sustancia, la cual es sólo el sustrato ideal de la acción variada de muchas fuerzas?
   ¡Y nada de ello nos permite reconocerla!
   Nosotros podemos, por lo tanto, definir la unidad simple sólo negativamente; esto es, desde nuestro punto de vista actual, como: inactiva, inextensa, indistinta, indivisible (simple), inmóvil, atemporal (eterna). Sin embargo, no olvidemos y mantengamos firme que esta unidad simple, enigmática y decididamente incognoscible, se ha extinguido con su campo trascendente y no existe más.
   De hecho, el campo trascendente ya no está presente. Pero retrocedamos con la fantasía hacia el pasado, hasta el comienzo del campo inmanente. De esta forma podemos figurarnos lo trascendente al lado del campo inmanente. Sin embargo, a ambos los separa un abismo, el cual no puede ser atravesado por medio alguno del espíritu. Sólo una delgada hebra atraviesa el abismo sin fondo: esto es la existencia. A través de este delgado hilillo podemos transferir todas las fuerzas del campo inmanente al trascendente: este peso es capaz de resistirlo. Sin embargo, tan pronto como han llegado las fuerzas al otro campo, también dejan de ser fuerzas para el pensamiento humano.
   El principio fundamental que no es tan conocido y tan íntimo en el campo inmanente, la voluntad, y el principio secundario subordinado a ella, el espíritu, que también no es tan íntimo, tal como la fuerza, pierden todo significado para nosotros en cuanto los hacemos pasar al campo trascendente. Estos principios pierden totalmente su naturaleza y se repliegan por completo de nuestro conocimiento.
   De este modo, estamos obligados a aclarar que la unidad simple no era ni voluntad ni espíritu, como tampoco era una combinación particular de ambos. Así perdemos los últimos puntos de referencia. En vano presionamos las cuerdas de nuestro magnífico y primoroso aparato para conocer el mundo externo: se fatigan los sentidos, el entendimiento y la razón. Inútilmente oponemos los principios voluntad y espíritu, encontrados en nuestra autoconciencia –cual espejo ante la enigmática e invisible esencia al otro lado del abismo-, con la esperanza de que en ellos se revele: mas estos no reflejan imagen alguna. Pero, tenemos también derecho a darle a esa esencia el conocido nombre que desde siempre ha denominado aquello que jamás ha logrado nombrar imaginación alguna, ni vuelo de la más audaz fantasía, ni pensamiento tan abstracto como profundo, ni temperamento sosegado y devoto, ni espíritu encantado y desligado del mundo: Dios.
   Sin embargo, esta unidad simple que ha sido, ya no existe más. Ella se ha fragmentado, transformándose su esencia absoluta en el universo de la multiplicidad. Dios ha muerto y su muerte fue la vida del universo.

(…)            

(Pp. 47-49)
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FUENTES:

Tenemos sólo un milagro… (II 83)
Desde el campo inmanente… (I 27, siguientes)
El principio fundamental que nos es tan conocido… (I 107, siguiente)


Philipp Mainländer (Philipp Batz, su verdadero nombre) nace el 5 de octubre de 1841 en Offenbach, localidad situada a orillas del río Main, del donde proviene su seudónimo Mainländer (región del Main). Realizó estudios y trabajos en el ámbito del comercio. Durante un viaje a Italia descubre la obra de Schopenhauer. Autodidacta integral, estudia antropología , historia política, ciencias sociales y en particular filosofía. A fines de septiembre de 1874 concluye el primer tomo de La filosofía de la redención. En noviembre de 1875 se establece de un modo definitivo en Offenbach, para concluir el segundo tomo de su obra principal. El 1 de abril de 1875, tras recibir la impresión de La filosofía de la redención, Philipp Mainländer toma la drástica decisión de acabar con su vida. 

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