sábado, 12 de noviembre de 2011

Philipp Mainländer – Filosofía de la redención. VIII- Perspectiva hacia el vacío.



Traducción: Sandra Baquedano Jer

Primera edición, FCE Chile, 2011

© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Santiago, Chile

                                                                       VIII.

                                             PERSPECTIVA HACIA EL VACÍO


La filosofía pesimista será para el período histórico que comienza, lo que la religión pesimista del cristianismo fue para el que ha caducado.
   El símbolo de nuestra bandera no es el redentor crucificado sino el ángel de la muerte con ojos grandes, plácidos y clementes, sostenido por la paloma de la idea de la redención; en el fondo, se trata del mismo símbolo.
   La flor más hermosa o, mejor dicho, el fruto más noble de la filosofía de Schopenhauer es la negación de la voluntad de vivir. Se reconocerá, cada vez más, que recién en virtud de esta doctrina se puede aseverar, con propiedad, que la filosofía sustituye a la religión y se introduce en los estratos más bajos del pueblo.
   ¿Qué ha ofrecido la filosofía antes de Schopenhauer al corazón del ser humano, que clama con fuerza por redención? O deplorables fantasmagorías sobre Dios, la inmortalidad del alma, la substancia y asuntos accidentales; en resumen, un escollo, o análisis esmerados, muy perspicaces y del todo necesarios de la facultad cognoscitiva. Sin embargo, ¿qué pregunta el ser humano, en momentos de asombro de sí mismo, cuando la reflexión se impone y una voz triste y débil le dice:

   Vivo – y no sé cuánto;
   muero – y no sé cuándo;
   viajo – y no sé hacia dónde,

según las formas subjetivas, espacio y tiempo, según la ley de la causalidad y la síntesis de una multiplicidad de la intuición? El corazón quiere tener algo a lo que se pueda aferrar, un fundamento inquebrantable en la tormenta de la vida, pan y nuevamente pan para su hambre. Debido a que el cristianismo sació el hambre, la filosofía griega tuvo que sufrir una derrota en la lucha que ejerció en su contra, pues el cristianismo entregó un fundamento inquebrantable, cuando todo titubeaba y se estremecía, y la filosofía era el teatro de un altercado infecundo y de una lucha salvaje. Así pues, a menudo los espíritus más sobresalientes, alicaídos y abatidos se lanzaron a los brazos de la Iglesia. Sin embargo, ahora ya no se puede creer más, y porque no se puede creer más, se desecha con los milagros y misterios de la religión su núcleo indestructible: la verdad de la salvación. El total indiferentismo –que Kant ha denominado muy acertadamente “la madre del caos y de la noche”- se adueña de los ánimos. Schopenhauer ha abrazado con firmeza este núcleo indestructible de la religión cristiana, llevándolo al templo de la ciencia cual fuego sagrado que irrumpirá como una nueva luz para la humanidad y se propagará por sobre todas las naciones, pues su constitución es tal que puede entusiasmar tanto al particular como a la masa y transportar sus corazones hacia ardientes llamas.

   Entonces, la religión habrá cumplido con su labor y recorrido su curso: luego, puede exonerar al género conducido a la mayoría de edad y perecer en paz. Esta será la eutanasia de la religión. (Parerga y paralipómena II)

   Una filosofía que quiera ocupar el puesto de la religión tiene que, ante todo, poder conceder el consuelo de la religión –el cual exalta y estimula-, que cada uno pueda ser absuelto de sus pecados y que, por su bien, una bondadosa Providencia está conduciendo a la humanidad. ¿Da la filosofía de Schopenhauer este consuelo? ¡No! Al igual que Mefistófeles, Schopenhauer se sienta en la ribera del torrente humano y llama a viva voz a los que se retuercen de dolor y claman por la redención, diciéndoles con sarcasmo: Vuestra razón en nada os ayuda. Sólo la intuición intelectual os puede salvar, pero únicamente aquel que esté predestinado a ello por un poderío enigmático. Muchos son los llamados, pocos los elegidos. Todos los demás están condenados a consumirse “eternamente” en el infierno de la existencia. Y pobre de aquel que se imagine que puede ser redimido en la totalidad; ella no puede morir, pues su idea yace fuera del tiempo, sin la cual, nada puede cambiar.

   Por cierto, todos desean ser redimidos del estado de sufrimiento y muerte: quieren, como se dice, alcanzar la gloria eterna, entrar al reino celestial, pero de ningún modo por sus propios pies, sino que quieren ser transportados hacia allá por el curso de la naturaleza. Pero esto es imposible. (El mundo como voluntad y representación II)

   Yo, en cambio, recurriendo a la naturaleza, digo: quien se quiera redimir puede lograrlo siempre “por la razón y la ciencia, la suma fuerza del ser humano”. Para la individualidad real –cuyo desarrollo de ningún modo depende del tiempo- la virginidad es, con toda seguridad, el medio infalible para desprenderse del universo. Pero aquellos que ya perviven en los hijos, para los que, por ende, han desperdiciado la posibilidad de la redención en esta generación, y aquellos que, si bien aún podrían asir el medio no tienen la fuerza para ello, no han de temer y deben continuar luchando honestamente: más temprano o más tarde serán redimidos, sea antes de la totalidad o en la totalidad, porque el cosmos tiene el movimiento del ser al no ser.
   Decir: “El mundo es por un azar originario”, es lo mismo que renunciar a explicarlo. La pregunta: ¿por qué la avidez tuvo la voluntad de pasar del superser hacia el ser?, es decir, la creación del universo, permanece sin respuesta. Pero suponer una trayectoria del mundo sin objetivo ni meta ni final (los puntos de quietud en el proceso repetitivo “a voluntad” caen fuera de consideración, puesto que desde el final de un proceso universal hasta el comienzo del siguiente no existe tiempo: el proceso universal, como tal, nunca finaliza absolutamente), significaría exacerbar el profundo carácter propio de todo el desarrollo de este proceso en sí hacia un carácter enteramente cruel.
   ¿Qué le ha de ofrecer por consuelo al individuo –que clama por la redención del tormento de la existencia- una filosofía que se basa en tales presupuestos? Ella suelda con mano férrea al combatiente acongojado de muerte –que quiere desprenderse del universo para siempre-, a la eterna rueda giratoria “del devenir infinito”, y vierte en la herida abierta de su doloroso conocimiento que vida y sufrimiento son uno y lo mismo; en vez de ser un bálsamo, sólo son el mordaz veneno del pensamiento desconsolado que jamás podrá conseguir la total y absoluta aniquilación de la su esencia, ni por sí mismo, ni en, ni con la totalidad. El estremecedor clamor que brota del combatiente: ¿Entonces, para qué este martirio in infinitum, sin sentido ni resultado, sin consuelo ni tregua? se extingue sin ser oído.
   El ateísmo, así como lo fundamenta mi doctrina –que por primera vez lo ha fundamentado de un modo científico-, al entregar la solución al gran problema del surgimiento y significado del universo, también otorga, al mismo tiempo, la reconciliación. El ateísmo no conoce un mundo antes de este mundo y ninguno después de él. Este universo es para el ateísmo un único y grandioso proceso, el cual no es una repetición ni tendrá una repetición, pues lo antecede el superser trascendente y lo sucede el nihil negativum. Y esta no es una afirmación vana. La deducción es lógica de punta a cabo, y todo en la naturaleza adhiere al resultado, ante el cual es posible que un espíritu débil se derrumbe temblando; el sabio, en cambio, se estremece con júbilo hasta lo más íntimo de su alma. ¡Nada más será, nada, nada, nada!
   ¡Oh, esta perspectiva hacia el vacío absoluto!
   Tiene que ser un principio correcto si resulta con tan poco esfuerzo, de modo espontáneo y de manera clara. Ha de ser la solución de los mayores problemas filosóficos, ante los cuales claudicaron los más geniales hombres de todos los tiempos, tras haber agotado en ellos su intelecto. Cuando Kant creyó haber comprendido la coexistencia de libertad y necesidad, a través de la distinción de un carácter inteligible y uno empírico, no le resto más que observar:

   Sin embargo, el desenlace de las dificultades expuesto aquí tiene –se dirá- mucha dificultad en sí y es apenas susceptible de ser una representación clara. No obstante, ¿es cualquier otro desenlace que uno ha intentado o ha querido intentar más fácil o comprensible?

   Todos tuvieron que equivocarse, pues no supieron crear ni un campo inmanente puro ni un campo trascendente puro. Los panteístas tuvieron que equivocarse, pues atribuyeron el movimiento universal efectivamente existente a una unidad en el mundo; Buda tuvo que equivocarse, pues, de forma errónea, concluyó la total autosuficiencia del individuo en el mundo, a partir del sentimiento de total responsabilidad por todas sus acciones, que de hecho existen en él; Kant tuvo que equivocarse, porque en el campo inmanente puro quiso abarcar con una mano libertad y necesidad.
   Nosotros, en cambio, situamos la unidad simple de los panteístas en un campo trascendente pasado y explicamos el movimiento universal uniforme como producto de la acción de esta unidad simple precósmica; nosotros unimos la semiautonomía del individuo y el poderío del azar en el mundo –que es totalmente independiente de él-, en el campo trascendente, en la resolución uniforme de Dios de convertirse al no ser, y en la elección uniforme de los medios para efectuar la resolución. Finalmente, no unimos libertad y necesidad en el mundo, donde no hay lugar para la libertad, sino en medio del abismo que separó el campo trascendente –recuperado del ocaso a través de nuestra razón- del campo inmanente.
   No hemos logrado recuperar al campo trascendente del ocaso mediante sofismas. Que este ha sido y no es más, lo hemos probado con lógica rigurosidad en la analítica.
   Y ahora , pondérese el consuelo, la esperanza inquebrantable, la dichosa confianza que tiene que fluir de la plena autonomía del individuo fundamentada en la metafísica. Todo lo que concierne al ser humano: necesidad, miseria, pesadumbre, preocupación, enfermedad, oprobio, desprecio, desesperación; en suma, toda la aspereza de la vida, no se debe a una providencia insondable que procura lo mejor para él de manera inescrutable, sino que él sobrelleva todo esto, pues eligió todo por sí mismo, antes del universo, como el mejor medio para la meta. Todos los golpes del destino que lo afectan los ha elegido, porque sólo a través de ellos puede llegar a ser redimido. Su esencia (demonio y espíritu) y el azar lo llevan fielmente a través del dolor y la voluptuosidad, a través de la alegría y el duelo, a través de la felicidad y la desdicha, a través de la vida y la muerte, a la redención que él quiere.
   El ser humano tiene la disposición natural de personificar el destino y comprender de forma mística la nada absoluta –que le clava los ojos desde cada sepultura- como un sitio de eterna paz, como city of peace, nirvana: como una nueva Jerusalén.

   Y Dios secará todas las lágrimas de sus ojos, y no habrá más muerte ni sufrimiento ni gritos ni dolores, pues las cosas de antes han pasado. (Apocalipsis de San Juan 21.4)

   No se puede negar que la representación de un Dios Padre personal y cariñoso conmueva más al corazón humano, “esa cosa terca y pusilánime”, que el destino abstracto, y que la representación de un reino celestial –donde los individuos bien aventurados y sin pretensiones descansan en una dichosa contemplación eterna- despierte un anhelo más ardiente que la nada absoluta. La filosofía inmanente es también aquí indulgente y bondadosa. Lo medular sigue siendo que el ser humano ha superado el universo a través del saber. Si él deja el destino tal como es, o si le da de nuevo los rasgos de un padre fiel, o si deja valer la nada absoluta como meta reconocida del mundo, o si lo transforma en un jardín de eterna paz inundado de luz, todo esto es absolutamente secundario. ¿Quién quisiera interrumpir el juego cándido y seguro de la fantasía?

   Una ilusión que me hace feliz,
   merece una verdad que me lance al suelo. (Wieland)

   Sin embargo, el sabio mira a los ojos, fija y alegremente, a la nada absoluta. (Pp. 133-138)

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FUENTE:

La filosofía pesimista será…(II 505)
La flor más hermosa… (I 559, siguiente)
Una filosofía que quiera ocupar el puesto… (I 600)
Decir: “EL mundo es por un azar originario”… (II 510, siguiente)
Tiene que ser un principio correcto…(I 356, siguientes)

Philipp Mainländer (Philipp Batz, su verdadero nombre) nace el 5 de octubre de 1841 en Offenbach, localidad situada a orillas del río Main, del donde proviene su seudónimo Mainländer (región del Main). Realizó estudios y trabajos en el ámbito del comercio. Durante un viaje a Italia descubre la obra de Schopenhauer. Autodidacta integral, estudia antropología , historia política, ciencias sociales y en particular filosofía. A fines de septiembre de 1874 concluye el primer tomo de La filosofía de la redención. En noviembre de 1875 se establece de un modo definitivo en Offenbach, para concluir el segundo tomo de su obra principal. El 1 de abril de 1875, tras recibir la impresión de La filosofía de la redención, Philipp Mainländer toma la drástica decisión de acabar con su vida. 

Philipp Mainländer – Filosofía de la redención. VII- Apología del suicidio.



Traducción: Sandra Baquedano Jer

Primera edición, FCE Chile, 2011

© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Santiago, Chile

                                                                       VII.

                                                  APOLOGÍA DEL SUICIDIO


El hombre lisa y llanamente quiere la vida. La quiere de un modo consciente y por un (inconsciente) impulso demoníaco. Recién en segundo lugar la quiere de una determinada forma. Pues bien, prescindiendo de los santos (de los santos brahamanes indios, budistas, cristianos y sabios filósofos, como lo fue Spinoza), cada cual espera que el soplo divino lo lleve de flor en flor, tal como a la mariposa la transportan sus alas; en esto consiste la habitual confianza en la bondad de Dios.
   Puesto que la experiencia instruye incluso al más imbécil sobre el soplo divino, el cual no es sólo un suave céfiro, sino también un frío viento glacial del norte o una temible tormenta que puede aniquilar a la flor y a la mariposa; así, junto a la confianza se instala el temor de Dios.
   Imaginémonos a un ser humano de tipo corriente, quien, recién reconfortado por un diligente sacerdote, saliera de la iglesia y dijera: “Confío en Dios, estoy en sus manos, él lo hará bien”. Si pudiéramos abrir el doblez más recóndito de su corazón, nos daríamos cuenta de que, con este dicho lleno de confianza, en verdad quería expresar: “Mi Dios me salvará de la perdición y la decadencia”. Él teme desdicha y muerte; sobre todo, una muerte repentina.
   ¿Confía este hombre en Dios? Él confía en temor. Su confianza no es nada más que temor de Dios en los andrajos del ropaje de la confianza: el temor mira a través de miles de huecos y roturas.
   He señalado, en primer lugar, que cada cosa en el universo es inconscientemente voluntad de morir. Esta voluntad de morir está, sobre todo en el ser humano, oculta en su totalidad por la voluntad de vivir, porque la vida es medio para la muerte y como tal se le presenta también claramente al más imbécil: morimos sin cesar, nuestra vida es una lenta agonía, diariamente gana la muerte en poderío frente a cada ser humano hasta que, finalmente, apaga de un soplo la luz de la vida de cada cual.
   ¿Pues, en buenas cuentas, sería posible un orden tal de las cosas, si el ser humano, en el fondo, en el núcleo de su esencia, no quisiera la muerte? El bruto quiere la vida como medio excelente para la muerte, el sabio quiere directamente la muerte.
   Por consiguiente, sólo se ha de tener en cuenta que en lo más interno del núcleo de nuestra esencia queremos la muerte; es decir, sólo se ha de quitar el velo sobre nuestra esencia y, en el acto, aparece el amor por la muerte, esto es, la total incontestabilidad en vida o la bien aventurada y magnífica confianza en Dios.
   Este desvelamiento de nuestra esencia es apoyado por una clara mirada hacia el universo, la cual encuentra, en todos lados, la gran verdad:
-         que la vida es esencialmente desdicha y que se ha de privilegiar el no ser frente a ella;

   luego, por resultado de la especulación:
-         que todo lo que es estaba antes del universo en Dios, dicho como metáfora, ha participado en la resolución de Dios de no ser y en la elección del medio para este objetivo.

   De ello resulta:
-         que nada en la vida me puede afectar, ni bien ni mal, que yo no haya elegido con toda libertad antes del universo.

   Por consiguiente, una mano ajena no ocasiona absolutamente nada en mi vida de forma directa, sino sólo de modo indirecto; la mano ajena sólo ejecuta lo que yo mismo he elegido como provechoso para mí.
   Si aplico ahora este principio a todo lo que me afecta en la vida, felicidad y desdicha, dolor y voluptuosidad, placer y desgana, enfermedad y salud, vida o muerte, y si he comprendido el asunto de forma clara y distinta, y mi corazón ha abrazado con fervor la idea de la redención, entonces tengo que aceptar todos los sucesos de la vida con un semblante risueño y afrontar todos los posibles acontecimientos venideros con absoluta tranquilidad y serenidad.
   Philosopher, c`est appredre à mourir: este es el quid de la sabiduría.
   Quien no le teme a la muerte, penetra a una casa envuelta en llamas; quien no le teme a la muerte, salta sin vacilar a una desenfrenada riada; quien no le teme a la muerte, irrumpe en una tupida lluvia de balas; quien no le teme a la muerte, emprende desarmado la lucha contra miles de titanes acorazados; -en una palabra- quien no le teme a la muerte, es el único que puede hacer algo por los demás, desangrarse por los otros, y tiene, al mismo tiempo, la única felicidad, el único bien deseable en este mundo: la auténtica paz del corazón.
   Pero quien no sea capaz de soportar más el peso de la vida, debe desecharlo. Quien no pueda soportar más en el salón del carnaval del mundo o, como dice Jean Paul, en el gran cuarto de servicio del mundo, que salga por la puerta “siempre abierta” a la silenciosa noche.
   Con qué facilidad cae la piedra de la mano sobre la tumba del suicida y qué difícil fue en cambio la lucha del pobre hombre que ha sabido preparar tan bien su lecho de muerte. Primero, lanzó una temerosa mirada desde lejos hacia la muerte y se apartó con espanto, luego la esquivó, tiritando, rodeándola en amplios círculos que, sin embargo, cada día se volvieron más pequeños y estrechos hasta que, al final, estrechó con sus cansados brazos el cuello de la muerte y la miró a los ojos: y ahí había paz, dulce paz.

(…)

(Pp. 125-129)
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FUENTE:

El hombre lisa y llanamente quiere la vida… (II 248, siguientes)
Pero quien no sea capaz de soportar más el peso de la vida… (I 349)

Philipp Mainländer (Philipp Batz, su verdadero nombre) nace el 5 de octubre de 1841 en Offenbach, localidad situada a orillas del río Main, del donde proviene su seudónimo Mainländer (región del Main). Realizó estudios y trabajos en el ámbito del comercio. Durante un viaje a Italia descubre la obra de Schopenhauer. Autodidacta integral, estudia antropología , historia política, ciencias sociales y en particular filosofía. A fines de septiembre de 1874 concluye el primer tomo de La filosofía de la redención. En noviembre de 1875 se establece de un modo definitivo en Offenbach, para concluir el segundo tomo de su obra principal. El 1 de abril de 1875, tras recibir la impresión de La filosofía de la redención, Philipp Mainländer toma la drástica decisión de acabar con su vida. 

Philipp Mainländer – Filosofía de la redención. I- Sobre el origen del universo.



Traducción: Sandra Baquedano Jer

Primera edición, FCE Chile, 2011

© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Santiago, Chile

                                                                   I

                                   SOBRE EL ORIGEN DEL UNIVERSO

Tenemos sólo un milagro: el surgimiento del universo. Mas el universo mismo no es milagroso, como ninguno de sus fenómenos. Tampoco contradice acción alguna en el universo las leyes del pensamiento.
   Desde el campo inmanente de este universo no podemos ir más allá de la multiplicidad. Como investigadores rectos que somos, ni siquiera en el pasado se puede destruir la multiplicidad, teniendo que permanecer, al menos, en la dualidad lógica.
   Sin embargo, la razón no desiste, haciendo hincapié reiteradamente sobre la necesidad de una unidad simple. Su argumento se basa en que para ella todas las fuerzas que nosotros consideramos de manera separada, como fuerzas serían en el fondo idénticas por los motivos más profundos y, por lo mismo no deberían ser separadas.
   ¿Qué se ha de hacer con este dilema? Lo claro es que la verdad no debe ser negada y el campo inmanente debe ser conservado en su completa pureza. Existe sólo una salida. Nosotros nos encontramos ya en el pasado. Por lo tanto, dejemos confluir ahora las últimas fuerzas hacia el campo trascendente, las cuales no podíamos tocar, si no queríamos transformarnos en seres quiméricos. Esto es un campo pasado, acabado, decadente, y con él es también la unidad simple algo pasado y decadente.
   Al haber fundido la multiplicidad en una unidad, hemos destruido ante todo la fuerza, pues esta sólo tiene validez y significado en el campo inmanente, en el universo. De esto se desprende que no podamos formarnos representación alguna de la esencia de la unidad precósmica, ni menos una noción de ella. No obstante, cuando la presentamos, sucesivamente, todas las funciones y formas apriorísticas y todas las conexiones asimiladas por nuestro espíritu de un modo a posteriori, queda claro que esta unidad precósmica es totalmente incognoscible. Esta es la cabeza de Medusa frente a la cual todos se entumecen.
   En primer lugar, fallan los sentidos al servicio, pues estos pueden reaccionar ante la acción de una fuerza, y la unidad no actúa como tal. Luego, el entendimiento se queda completamente inactivo. En el fondo, unicamente aquí tiene completa validez el dicho: el entendimiento se paraliza. No es capaz de aplicar su ley de causalidad –puesto que no existe una sensación- como tampoco puede utilizar sus formas –espacio y materia-, pues falta un contenido para dichas formas. Luego, se desploma la razón. ¿Qué debe componerla? ¿Para qué le sirve la síntesis? ¿Para qué le sirve su forma, el presente, que carece de un punto de movimiento real? ¿De qué le sirve a la razón el tiempo, el cual, para llegar a ser realmente algo necesita de la sucesión real como soporte? ¿Qué puede iniciar la razón con la causalidad general en relación a la unidad simple, cuya tarea es asociar como efecto la acción de una cosa en sí –en cuanto causa- con la influencia que ejerce sobre otra? ¿Puede ahí la razón utilizar el importante vínculo comunitario, donde no está presente una confluencia simultánea de fuerzas distintas –una conexión dinámica-, sino donde una unidad simple centra la atención en los ojos insondables de la esfinge? ¿De qué sirve finalmente la sustancia, la cual es sólo el sustrato ideal de la acción variada de muchas fuerzas?
   ¡Y nada de ello nos permite reconocerla!
   Nosotros podemos, por lo tanto, definir la unidad simple sólo negativamente; esto es, desde nuestro punto de vista actual, como: inactiva, inextensa, indistinta, indivisible (simple), inmóvil, atemporal (eterna). Sin embargo, no olvidemos y mantengamos firme que esta unidad simple, enigmática y decididamente incognoscible, se ha extinguido con su campo trascendente y no existe más.
   De hecho, el campo trascendente ya no está presente. Pero retrocedamos con la fantasía hacia el pasado, hasta el comienzo del campo inmanente. De esta forma podemos figurarnos lo trascendente al lado del campo inmanente. Sin embargo, a ambos los separa un abismo, el cual no puede ser atravesado por medio alguno del espíritu. Sólo una delgada hebra atraviesa el abismo sin fondo: esto es la existencia. A través de este delgado hilillo podemos transferir todas las fuerzas del campo inmanente al trascendente: este peso es capaz de resistirlo. Sin embargo, tan pronto como han llegado las fuerzas al otro campo, también dejan de ser fuerzas para el pensamiento humano.
   El principio fundamental que no es tan conocido y tan íntimo en el campo inmanente, la voluntad, y el principio secundario subordinado a ella, el espíritu, que también no es tan íntimo, tal como la fuerza, pierden todo significado para nosotros en cuanto los hacemos pasar al campo trascendente. Estos principios pierden totalmente su naturaleza y se repliegan por completo de nuestro conocimiento.
   De este modo, estamos obligados a aclarar que la unidad simple no era ni voluntad ni espíritu, como tampoco era una combinación particular de ambos. Así perdemos los últimos puntos de referencia. En vano presionamos las cuerdas de nuestro magnífico y primoroso aparato para conocer el mundo externo: se fatigan los sentidos, el entendimiento y la razón. Inútilmente oponemos los principios voluntad y espíritu, encontrados en nuestra autoconciencia –cual espejo ante la enigmática e invisible esencia al otro lado del abismo-, con la esperanza de que en ellos se revele: mas estos no reflejan imagen alguna. Pero, tenemos también derecho a darle a esa esencia el conocido nombre que desde siempre ha denominado aquello que jamás ha logrado nombrar imaginación alguna, ni vuelo de la más audaz fantasía, ni pensamiento tan abstracto como profundo, ni temperamento sosegado y devoto, ni espíritu encantado y desligado del mundo: Dios.
   Sin embargo, esta unidad simple que ha sido, ya no existe más. Ella se ha fragmentado, transformándose su esencia absoluta en el universo de la multiplicidad. Dios ha muerto y su muerte fue la vida del universo.

(…)            

(Pp. 47-49)
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FUENTES:

Tenemos sólo un milagro… (II 83)
Desde el campo inmanente… (I 27, siguientes)
El principio fundamental que nos es tan conocido… (I 107, siguiente)


Philipp Mainländer (Philipp Batz, su verdadero nombre) nace el 5 de octubre de 1841 en Offenbach, localidad situada a orillas del río Main, del donde proviene su seudónimo Mainländer (región del Main). Realizó estudios y trabajos en el ámbito del comercio. Durante un viaje a Italia descubre la obra de Schopenhauer. Autodidacta integral, estudia antropología , historia política, ciencias sociales y en particular filosofía. A fines de septiembre de 1874 concluye el primer tomo de La filosofía de la redención. En noviembre de 1875 se establece de un modo definitivo en Offenbach, para concluir el segundo tomo de su obra principal. El 1 de abril de 1875, tras recibir la impresión de La filosofía de la redención, Philipp Mainländer toma la drástica decisión de acabar con su vida.